domingo, 22 de abril de 2012

407 / Libro del Desasosiego - Fernando Pessoa


Dios me creó para niño, y me mantuvo niño siempre. ¿Pero por qué permitió que la Vida me golpease y me quitase los juguetes, y me dejase solo en el recreo, arrugando con manos tan débiles el delantal azul sucio a fuerza de tantas lágrimas derramadas? ¿Si yo no podía vivir sino mimado, por qué me privaron del cariño? Ah, cada vez que veo en las calles un niño que llora, un niño exiliado de los otros, me duele, más que la tristeza del niño, el horror desprevenido de mi corazón exhausto. Me sufro con todo el peso de la vida sentida, y son mías las manos que retuercen la punta del delantal, mías las bocas torcidas por el llanto verdadero, mía la debilidad, mía la soledad, y las risas de la vida adulta que pasa me usan como luces de fósforos frotados en el estuche sensible de mi corazón.

205 / Libro del Desasosiego - Fernando Pessoa


Nubes... Hoy tengo conciencia del cielo, pues hace días que no lo miro pero lo siento, viviendo en la ciudad y no en la naturaleza que la incluye. Nubes... Son ellas hoy la principal realidad, y me preocupan como si el velar el cielo fuese uno de los grandes peligros de mi destino. Nubes... Pasan de la entrada del puerto el Castillo, de occidente a oriente, en un tumulto disperso y desnudo, blancas a veces, se ven desflecadas en la vanguardia de no sé qué; medio negras otras, si bien más lentas, tardan en ser barridas por el viento audible; negras de un blanco sucio, cuando, como si quisiesen permanecer, oscurecen más con su llegada que con su sombra lo que las calles abren de falso espacio entre las líneas de clausura del caserío.

Nubes... Existo sin que lo sepa y moriré sin que lo quiera. Soy el intervalo entre lo que soy y lo que no soy, entre el sueño y lo que la vida ha hecho de mí, el promedio abstracto y carnal entre cosas que no son nada, siendo nada yo también. Nubes... ¡Qué desasosiego si siento, qué incomodidad si pienso, qué inutilidad si quiero! Nubes... Están pasando siempre, unas muy grandes, que parece que van a ocupar todo el cielo, pues las casas no dejan ver si son menos grandes de lo que parecen; otras de tamaño incierto, que bien podrían ser dos juntas o una que se va a partir en dos, sin sentido en el aire alto contra el cielo fatigado; otras, incluso, pequeñas, que parecen juguetes en manos de entidades poderosas, pelotas irregulares de un juego absurdo, situadas en un solo un lado, en un gran aislamiento, frías.

Nubes... Me interrogo y me desconozco. Nada útil he hecho ni nada haré que me justifique. He consumido la parte de la vida que no perdí en interpretar confusamente nada, haciendo versos en prosa con las sensaciones intransmisibles con que hago mío el universo incógnito. Estoy harto de mí, objetiva y subjetivamente. Estoy harto de todo, y del todo de todo. Nubes... Son todo, deshechos de lo alto, cosas que hoy son lo único real entre la tierra nula y el cielo que no existe; harapos indescriptibles del hastío que les impongo; niebla condensada en amenazas de color ausente; algodones en rama sucios de un hospital sin paredes.

Nubes... Son como yo, un pasaje deshecho entre el cielo y la tierra, con el sabor de un impulso invisible, tronando o no tronando, alegrando blancas u oscureciendo negras, ficciones del intervalo y de lo errático, lejos del ruido de la tierra y sin tener el silencio del cielo. Nubes... Siguen pasando, pasarán siempre siguiendo, en un conjunto discontinuo de madejas blancas, en un alargamiento difuso de falso cielo deshecho.

Fragm. La Anunciación - María Negroni

¿Quién dijo que Roma es Roma, Humboldt?
Roma es la noche blanca de las golondrinas.
Un anagrama.
Una ciudad tan bella que cualquier enemigo que se le acercara quedaría, en el acto, petrificado.
No supe contar tu historia, Humboldt.
Se me escaparon aquella chica de la Providencia, el llanto de tu noche encerrada, y esa suerte de entereza inútil que te agarraba cuando te enfrentabas al enigma de tu padre.
Ahora son las 8. Las 8 es una hora fatídica, sobre todo si es domingo y llueve, y el río ciego y perezoso, y este ir y venir milenario de la ventana del mundo a lo que no se ve.
No todos, Humboldt, pueden elegir su muerte. No todos pueden ir con la mirada alta por el camino de la vida.
En cuanto a mí, tengo derecho a preferir tu imagen cuando parecés un barco desahuciado en una hermosa noche de tormenta.
Oír cómo la vida llega y las cosas toman forma de canción obsesionada. (¿Cómo se llama este sentimiento?) A veces la vida viene a nuestro encuentro como un trompo de colores vivos. Viene, nos deja entrar dentro de su otoño, y luego nos vuelve el rostro, sin premura, dejándonos a merced de nuestros propios impulsos migratorios.
Las golondrinas son lentas para morir.
Los sueños también.
Lo supe por mi voz, por su manera de quedarse erguida en medio de espectros vivos.
Uno de esos espectros fuiste vos, Humboldt. Voy a dejarte en paz. Voy a dejar de cubrirte con un sobrio heroísmo. No recogeré tu nombre. No haré con él una bandera ni sembraré la agitación en ningún pecho. La palabra oprimidos se borrará de mi mente. Voy a aceptar que todo acabó. Nadie se dará cuenta de nada. Nadie que me viera pasearme por la Via del Corso, con esta dignidad de víctima aplicada. Todavía puedo decir hermosas palabras.
La noche de los ojos culpables. La noche que me ve. Es una noche en marcha entre tu cuerpo y ningún lado. Allá voy. Última música que sale de mí, oíd mortales el grito pavoroso.
Otra vez el locutor de la Fontana di Trevi, esta vez listo para despedir al poema desesperado. Señores y señoras: A esto se le llama un derrumbe en el cielo. No quedó nada en pie. Ningún puño increpando a un dios culpable. Sólo las golondrinas en su eterno viaje circular hacia la música sorda. Y barriles con cal. Cantos fusilados. Tiros de gracia. Y más fuego, destruyendo todo.
He aquí un bello discurso anunciador de nada.
Caben muchos milagros en una golondrina.
Una golondrina es un acto de fe.
Como si dijera todo ha de pasar, algo nos busca del otro lado del mundo. Algo de rotas cadenas.
Y he aquí, de nuevo sin que nadie la llame, a la esperanza, la perniciosa esperanza que se inocula siempre como un veneno en el cuerpo de la realidad.
Todos los caminos conducen a Roma.
Los prodigios son pesadillas blancas.
Todo ha de pasar, repite el cielo, y yo dejo que vos, Humboldt, y cada uno de los sueños que fui, las ciudades que habité, las palabras que odié, se disuelvan en una enorme nada luminosa, como la que anuncian los ángeles en las Anunciaciones de Emma, tristes y vacíos y exageradamente bellos como los laureles que no supimos conseguir.

domingo, 8 de abril de 2012

Fragm. La Anunciación - María Negroni


¿Cuántos libros leí sobre la locura?
Son casi las 10 en Roma, 26 grados. Verano. Grillos que cantan.
Nadie sabrá jamás lo que me cuesta el presente. En el presente, la que respira soy yo, también es yo la que se muere a cada bocanada. Avanzo con muletas, como si estuviera aprendiendo a caminar, estoy aprendiendo a caminar. Es estupendo caminar en Roma. De pronto las calles inmundas son un silencio blanco, como un jardín de mármol donde florece una estatua y esa estatua sos vos, o mejor dicho tu ausencia, iluminada. Es estupendo el verano escrito. Es estupendo porque nada cambia, ahora mismo escribo “Es verano” y será verano para siempre: grillos que cantan. Y después, vendrán generaciones futuras, y tocarán este dolor y alguien dirá, con palabras insulsas, hubo alguien, alguien hubo que escuchaba cantar a los grillos en una noche en Roma. Palabras como prueba de aquello que perdimos. Un universo enlutado, donde camina lo innombrable, sobre ruinas.

Nada cambia. Ahora por ejemplo, estoy de nuevo en la esquina de Cabildo y Chile, sería entonces, la mujer que esperabas esa noche, alerta a los minutos, vas a levantar la casa si no vuelvo y yo parada ahí, muerta de miedo, con dos paquetes de fuego entre las manos y no me quemaría. El fuego está ardiendo ahora, yo lo veo, al lado de tu estatua en Roma (grillos que cantan), y arderá para siempre, mientras haya verano, mientras alguien esté en guerra, como estábamos nosotros, con los sueños. Avanzo. Avanzo por las calles de Roma donde no se oyen sirenas, nadie asalta ningún regimiento, nadie pone un caño en la comisaría, ni atraviesa una pinza con artefactos explosivos. Emma llega en silencio, trayendo de la mano un poema. Aquí también pasaron cosas, dice ¿o te olvidaste de Aldo Moro? Un locutor sube a la tarima. Aplausos. Señoras y señores: la notte rossa è finita, anche a Roma, ya no queda más que la llaga del verano. El poema, mientras tanto, ha completado su striptease y ahora se mete en la Fontana di Trevi como si fuera Anita Eckberg. Feliz Domingo, dice el locutor, la llaga es el precio que hubo que pagar. Démosle la bienvenida a este poema desesperado que se titula Réquiem de Otro País .

Curiosos que llegan a ver, tocar, oler, sacar fotos.

¿Hace cuánto que murió el Tala en la contraofensiva estratégica? ¿Cuánto que apareció baleado en el Chaco, sin ningún poema que se enterara (pero el poder sí se enteró)? Ésta fue una guerra con la realidad, recitaba el poema, no confundir. Aleluya, dijeron los curiosos, masacraron las imágenes, ahora habrá lugar para otras nuevas, desnudémonos bajo el agua. Emma vuelve a aparecer, le pregunto: ¿Un poema puede causar una desgracia? ¿Qué tipo de poemas son los más dañinos? ¿Los demasiado escritos? ¿los demasiado bellos? ¿De cuáles debí protegerme y no lo hice? ¿En cuáles confié y me salió el tiro por la culata? Emma no contesta. La verdadera belleza, como esa imagen de vos envuelto en fuego, amenaza siempre. Por delante de la Fontana di Trevi, pasan unos policías con máscaras antigases. Escucho mi nombre o algo que se parece a mi nombre, o a alguno de los nombres que tuve y no recuerdo.

Cómo quisiera ser aún esa mujer que amabas. La destinataria de tus ataques, tus fantasías, tus mentiras. La que nunca alcanzará la inconstancia. Grillos que cantan: un libro. He pensado que el delirio es no pensar en suicidarse, no tener fuerzas para ser, simplemente, un cuerpo desnudo en el agua. Sonaban las sirenas. Un ciego gritó una obscenidad, dirigiéndose al poema. Roma en la obsesión del verano. El verano, entre el arte y la pasión. ¿Quién eras, Humboldt? ¿Qué fuiste para mi rebeldía? Humboldt, avergonzado de su sexo, y yo, sin saber qué gusto tiene el espacio entre mis piernas. Te canto aquí para que seas, vida. Toda herida es luz, dijo Emma. El asunto es que esa luz se vuelva azul, para poder vestir la oscuridad.

Consigno aquí mi decisión de suicidarme, una vez que termine de escribir el verano.