sábado, 19 de julio de 2014

Carta de Jules Verne / Cartas Extraordinarias - María Negroni


Querido padre,
Me siento el más desconocido de los hombres. Tengo sobre mi escritorio veinticinco mil fichas, escribo todos los días de cinco a once de la mañana, nadie puede entrar a mi gabinete de trabajo, Honorine lo tiene prohibido, también los niños, y tanto esfuerzo, tanta regularidad monacal, apenas me han servido para fraguar manuales de buenos sentimientos.

Si sigo así, padre, nunca podré probarte que nací para esto, no para recorrer los tribunales ni para jugar, como tú, el juego mentiroso de las leyes. Te habré decepcionado sin remedio. Mi vocación, a la que te opusiste desde el vamos, siempre fue el océano. Lo supe aquella vez en que quise fugarme de casa para ver el mar del Norte. El mar con su profusión de islas, sus lecciones de abismo, sus bosques sumergidos donde volaban peces fulgurantes, todos ellos poliedros de una sola fascinación, la libertad.

A la realidad, padre, siempre le faltó realidad. Por eso, me dediqué a imaginar que es, siempre, muchísimo más grande que vivir. Y es eso todavía lo que busco al escribir: desplegar los fósiles de la duración, organizar geometrías donde la expresión, amotinada, encuentre el asilo de un naufragio. Allí, encerrado en mi cripta, mi centro de soledad, mi mundo silencioso, instalo mis seres protectores. Allí preparo mis proezas, mis ensueños de marcha en la inmovilidad, mi drama emparedado. Anoto. Llevo el registro de lo inhallable, me olvido del fardo de mi matrimonio y de su asfixia de veladas frívolas. Digiero, en suma, la ira que me embarga contra esos tiburones que son los seres humanos. También aprendo a morirme, a serme fiel, a construirme por dentro para secretar mejor lo que no sé, para saber qué habla en mi casillero vacío. ¿Qué son mis viajes extraordinarios sino preguntas extraordinarias sobre mis mundos conocidos y desconocidos?

¿Necesito ser feliz? No lo sé. Tampoco sé si es importante conocer el arte de la caricia. A veces pienso que el amor es una pasión absorbente que deja muy poco espacio para otra cosa en el corazón del hombre.

Ahora trabajo en un libro nuevo. ¿Qué podrían importarme las neuralgias faciales que últimamente me atormentan? ¿Los frecuentes vértigos? ¿La voracidad que me persigue? No es un precio tan alto, después de todo. El plan de la novela está acabado y será maravillosa. Tendrá la resonancia de las caracolas marinas, la grandiosidad de los cataclismos. Allí he instalado a mi héroe, un capitán cuyo nombre es Nemo, un hombre atrincherado en un barco que avanza bajo el agua y pelea sin cuartel contra los cachalotes, los hielos, los pérfidos ingleses. Jamás he tenido tema tan hermoso entre las manos. No me perdonaría si me sa¬liera mal. El barco se llama Nautilus. No sé de qué estoy más enamorado, si de esa amalgama de clavos y de tablas o del odio implacable, que hace de mi capitán un verdadero arcángel.

¿Te gustará? Quién sabe. Me temo que este insumiso que eleva la bandera negra de los piratas te parezca demasiado huraño, demasiado ajeno al ajedrez de las convenciones sociales. Pero Nemo, ya lo habrás adivinado, soy yo. Cuando navega, su música coincide con la mía, que es también la música de la noche y la claridad. Nunca una música se pareció tanto a una cuna, ni ésta a un recuerdo transparente. En ese recuerdo, un niño ordena su mundo en un álbum de figuritas como más tarde, ya adulto, ordenará su infancia en la cueva de la escritura.

Ya ves: nunca dejaré de querer convencerte de mi deseo. Y eso que me siento cansado y, a veces, sospecho que mi rebeldía no ha sido más que una forma de la obediencia. Puede incluso que el viaje —todo viaje— dibuje una circunferencia y que, al momento mismo de la partida, su historia sea ya la historia de un retorno.

No importa, sigo eligiendo la sombra: la sombra es también una habitación, padre. Al elegirla, le doy un nombre: Imposibilia. Y desde allí lanzo mis palabras como si fueran dardos, pequeñas flechas que vienen de la respiración y van a la respiración, y quieren una sola cosa: mantener al mundo —incluso lo que no me gusta del mundo— en estado de enigma.

Ojalá le des la bienvenida a esta carta.

Tu hijo muy afectuoso, que trabaja como una bestia de carga y cuyo cráneo va a estallar,

Jules

lunes, 14 de julio de 2014

Carta a Ofelia Quiroz - Fernando Pessoa



Ofelita:
Agradezco tu carta, me trajo pena y alivio a la vez. Pena, porque estas cosas siempre provocan pena; alivio, porque, en verdad, la única solución es ésa: no prolongar más una situación que no tiene ya la justificación del amor, ni de tu lado ni del mío. Del mío, al menos, queda una estima profunda, una amistad inalterable. ¿No me negarás la tuya, verdad, Ofelita? Ni tú ni yo tenemos culpa en todo esto. Solamente el Destino tendría culpa si el Destino fuese alguien a quien atribuirle culpas.

No sé si quieres que te devuelva algo, cartas u otras cosas. Yo preferiría no devolverte nada y conservar tus cartitas como memoria viva de un pasado muerto, como todos los pasados; como algo que fue conmovedor en una vida como la mía en la que el progreso de los años va a la par del progreso en la infelicidad y la desilusión.

Te pido que no procedas como la gente vulgar, que es siempre despreciable; que no me vuelvas la cara cuando nos crucemos ni guardes de mí un recuerdo teñido por el rencor. Preservémonos uno en el otro como dos conocidos de infancia que se amaron un poco cuando niños y aun cuando, en la vida adulta, hayan conocido otros afectos y seguido otros caminos, conservan siempre, en un rinconcito del alma, la memoria profunda de su amor antiguo e inútil.
Esto de "otros afectos" y de "otros caminos" vale para ti, Ofelita, no para mí. Mi destino pertenece a otra Ley, cuya existencia ni siquiera sospechas, y que está subordinado cada vez más a la obediencia a Maestros que nada permiten ni perdonan.

No es necesario que comprendas esto. Basta con que me guardes con cariño en tu recuerdo, como yo, inalterablemente, te guardaré en el mío